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A por los chiquitos. La irracionalidad de una vacunación compulsiva que no protege a nadie de casi nada alcanza su pico.

Por Mariela Michel para Extramuros (extramurosrevista.com) 18-12-2021

¿Dónde están las flores? ¿Dónde están los niños?

El título evoca una estrofa de una canción tradicional antibélica que hace años han entonado con fervor e indignación artistas como Marlene Dietrich (https://www.youtube.com/watch?v=kveooWmqqr8)  en la época de la segunda guerra mundial. La romántica visión de jovencitas recogiendo flores se esfuma de modo chocante frente la respuesta también romántica que trae la estrofa final, cuando la letra dibuja la imagen de esas mismas flores sobre tumbas bajo el sol. ¿Dónde están los jóvenes soldados… adónde se han ido? ¿Cuándo aprenderán? ¿Cuándo aprenderemos?

Muchos años han pasado, y, sin embargo, aún no hemos podido explicar conductas humanas que terminan por colocar cuerpos casi imberbes al pie del cañón, y frente al cañonazo, en guerras que los jóvenes no llegan ni siquiera a comprender. Muchos soldados, en plena etapa de florecimiento del amor, se han encontrado atrapados en odios que les son ajenos. Recuerdo otra canción antibélica, en la que Donovan Leitch canta una carta de amor que imaginamos fue escrita en un contexto totalmente antagónico: una misiva “Para Susana en la costa oeste esperando, de Andy supuestamente odiando’.  

Con Freud, no podemos sino preguntarnos, ¿qué es lo que motiva ciertos comportamientos humanos que ser repiten incansablemente y que se ubican de modo desconcertante “más allá del principio del placer”? La pulsión vital se ve opacada muchas veces por nuestras propias conductas, por nuestros actos responsables de tanto sufrimiento, propio y ajeno. Cuántas veces nos enfrentamos con esa gran dificultad para dominar aquella ‘compulsión a la repetición’, que dejó perplejo incluso a quien dedicó su vida a conocer los rincones menos accesibles del alma (psyché) humana. 

También es difícil no darle la razón a Arnaldo Rascovsky cuando describe algo aún más desconcertante en su libro El Filicidio, la mutilación, denigración y matanza de nuestros hijos (1981). La guerra es descrita como una terrible repetición de ancestrales sacrificios humanos que se perpetuarían, hasta que lleguemos a reconocer las tendencias filicidas que nos impulsan a poner en riesgo la supervivencia de nuestra propia especie. 

Y hoy, parecería que queremos demostrar de modo fehaciente no sólo el diagnóstico, sino el pronóstico del psicoanalista argentino. Hoy estamos al borde de inyectar en pequeños cuerpos sanos y llenos de vida una sustancia desconocida, que ha demostrado ser nociva en muchos casos en el mundo. Incluso se han detectado e informado a través de la prensa casos de miocarditis en adolescentes ocasionados por la vacuna. Estamos frente a la tentación de poner en riesgo a quienes tienen la misión creativa fundamental, en ambos sentidos de la palabra, de preservar y desarrollar el futuro de nuestra especie. No justifico aquí la expresión “cuerpos sanos’, porque esta revista ha publicado extensamente sobre la ineficacia del PCR como método diagnóstico, el único elemento en el que se apoyó la atribución de una enfermedad a personas asintomáticas.  En particular, si fuera posible decirlo así, los artículos científicos se han ‘cansado’ de demostrar que los niños no son afectados por esta enfermedad, ni la transmiten.  En su último texto, Agustina Rocca se dedicó a actualizar y resumir los contundentes datos de la literatura científica para rebatir uno por uno los ‘anti-argumentos’ para vacunar a los niños entre 5 y 11 años, que fueron divulgados por la prensa. Son anti-argumentos, porque están apoyados en premisas falsas. Son premisas falsas, porque innumerables artículos científicos, ignorados por algunos científicos, se encargaron de demolerlas antes de que fueran formuladas.

Un injustificado y prolongado ataque a los inocentes

Durante un veraneo en Florianópolis, nuestros hijos de 3 y 5 años participaron, no sin gran estupor de una comida ‘de inocentes’ que fue organizada por unos vecinos del lugar, para agradecer la curación de un niño que había estado internado. En este momento, resuena en mi memoria la palabra ‘inocentes’, cuando me cruzo con niños con miradas huidizas y temerosas como si les costara poner en movimiento la soltura habitual de sus cuerpos antes vivaces y confiados.

Desde el principio de este período llamado de “pandemia”, muchos estamos buscando cómo explicar algo que, a simple vista, aparece como un ataque despiadado y sin justificación alguna, a las generaciones que están en pleno período de desarrollo. Digo a simple vista, porque de modo explícito, se ha acusado a esos seres inocentes de ser, sin ellos percibirlo, posibles asesinos de sus familiares mayores más queridos. No es necesario ser un profesional de la salud para conocer el impacto psicológico que el solo hecho de escuchar esta afirmación causa en un ser en desarrollo. Es imposible evitar un daño a su confianza en si mismos, y, en términos generales, debilitar su incipiente concepción de si mismos.  Aunque es cierto que luego tendrán tiempo de revertirlo, todos sabemos que no les será fácil. 

Poco tiempo después, el Banco Mundial recogió datos que evidenciaron que alrededor de 1.6 billones de escolares fueron afectados negativamente de modo significativo y con consecuencias a largo plazo no por la enfermedad Covid-19, sino por los cierres de las escuelas y jardines de infantes durante ese período inicial. Con el comienzo de la escuela, ese mensaje culpabilizante se encarnó en sus maestros distanciados, que aún tienen el rostro protegido de todo posible contacto con los niños.  Si a un adulto le resulta entristecedor cruzarse con rostros inexpresivos semicubiertos, podemos imaginar el impacto que debe causarle a quien sale al mundo ávido de encontrarse con esos espejos que le permiten conocerse a si mismo, a través de la mirada de los demás. 

No fue solamente Freud quien resaltó la importancia del juego del ‘fort/da’, que podemos traducir como ‘tá/no tá’. Todos hemos sido testigos de que el éxito de ese juego es seguro durante la primera infancia, pero también es duradero, porque lo hemos re-encontrado con pequeñas variaciones, hasta avanzados momentos de la niñez bajo la forma del infaltable juego de las escondidas. En el momento en el que un rostro humano, que fue mal cubierto por dos manos, reaparece ante los ojos atentos de un niño, debería ser descrito como una de las maravillas del mundo.  Cada vez, y todas las infinitas veces en que un rostro adulto se des-cubre, la mirada de todo niño sano se ilumina con destellos brillantes. Pero el rostro de sus maestros todavía no ha sido recuperado. Aún miran una parte de su rostro que, por estar fragmentado, deja descubiertos dos ojos que no llegan a constituirse en una mirada.  Estos niños, que todo artículo científico lleva a diagnosticar como saludables y no contagiosos, han sido privados del largo y sonoro ‘tá’, y de la celebración del fin de la angustia.

Resulta entonces difícil de rebatir la hipótesis de que existe en nosotros alguna tendencia filicida. La pregunta que se impone es si se trata de impulsos inherentes a la naturaleza humana, o si se trata de una direccionalidad de nuestro comportamiento que estamos a tiempo de revertir. 

La naturaleza humana ¿es parte de la naturaleza?

La observación de los bebés nos lleva a concluir con elevado grado de certeza que la naturaleza los dota de una sabiduría innata que los guía hacia la preservación de la vida. En la base de los estudios psicológicos sobre el desarrollo del niño, encontramos una pregunta que desde distintos ángulos y con diferente intensidad nos hacemos todos: ¿Qué factores inciden y de qué modo interactúan para que un pequeño embrión se vuelva el adulto emocionalmente equilibrado, inteligente y empático que por naturaleza está destinado a ser?.

El estudio de los estadios tempranos del desarrollo muestra con claridad que el bebé trae consigo el potencial para que el proceso evolutivo culmine con el florecimiento de un ser humano íntegro, sociable, capaz de planificar una vida satisfactoria, de resolver problemas y de tomar decisiones. Todos los ingredientes están allí, salvo en muy pocas excepciones, en situaciones en las que algún error o accidente produce una alteración a nivel genético. Y aún en esos casos, la tendencia natural es compensar dicha alteración, para integrarse lo más plenamente posible a la comunidad en la que vive.  

Es cierto que el bebé, que nace prematuro en comparación con las crías de otras especies, no consigue realizar tamaña hazaña sólo. Pero la naturaleza también previó esta vulnerabilidad inicial y le otorgó dos talismanes para protegerlo en su derrotero. El primero lo recibió directamente, es un don que guía su mirada y sus primeros pasos hacia la fuente de fascinación inagotable que, no casualmente, es la persona que lo cuida. El segundo talismán le es otorgado de modo indirecto: es la atracción que los adultos sentimos por el bebé. Para conseguirlo, la naturaleza ha debido invertir, nada más ni nada menos, que su propia ley de la supervivencia del más fuerte. Las teorías evolucionistas proponen el concepto de ‘altruismo’ para explicar esta inversión. Este concepto se refiere a comportamientos que benefician a otra persona, que no favorecen a quien los realiza, sino que incluso pueden ser costosos. La llamada ‘paradoja del altruismo’ se produce por esta aparente contradicción entre estos comportamientos altruistas y el instinto de conservación de la vida. Los teóricos de la evolución han observado que la tendencia natural al altruismo está regida por dos principios: el de la selección por parentesco, que explica que una persona tenderá a ayudar a personas de su descendencia que comparten sus genes y esto permite entender que una madre tendría más probabilidades de actuar para salvar a un hijo que a su marido, por ejemplo. El otro principio se conoce como ‘altruismo recíproco’, y está  destinado a preservar la supervivencia del grupo, lo que a su vez garantiza la preservación de los genes celosamente guardados en el cofre viviente constituido por las nuevas generaciones. La conclusión es que estamos biológicamente diseñados para priorizar la protección de nuestros genes más allá de nuestra supervivencia individual. Entonces, ¿cómo se explica que nuestros niños hoy sean puestos en riesgo para cuidar la supervivencia de sus progenitores?  ¿Por qué no anteponemos la protección de aquellos en quienes hemos depositado ese valioso tesoro que es el futuro de la especie humana? 

¿Qué hay más allá del principio del placer?

Muchos años pasaron desde que Freud observó con perplejidad que el majestuoso Eros, que había descrito con tanta convicción, muchas veces dejaba de reinar en el mundo interno de sus pacientes. Apenas comencé a trabajar con niños en el Hospital Pereira Rossell, no pude sino experimentar la misma perplejidad. Muchos de ellos se resistían estoicamente a entregarse al placer del juego psicodramático grupal propuesto, y parecían aferrarse tenazmente a reiterados comportamientos evidentemente autodestructivos.  Cuando finalmente alguno cedía ante la tentación de aceptar la consigna de contar un cuento para ser dramatizado, la mayoría de las veces éstos estaban signados por la implacable amenaza de un estruendoso final fatal, en una escena que desplegaría, ante la mirada entristecida y derrotada de todos los demás, la muerte de un protagonista infantil o de un tierno animalito doméstico. Una y otra vez, los jóvenes psicólogos esperanzados nos enfrentamos al desafío de aquella compulsión, que había descrito Freud, y que se encontraba evidentemente ubicada más allá del principio del placer y de la pulsión de vida.   Hoy, parecería que la humanidad estuviera jugando con ese mismo fuego, cuando vemos reiterarse en múltiples pantallas escenas de enfermedad y de muerte que se ubican más acá del principio del placer, en plena vida cotidiana. Por eso, una vez más recurro a las enseñanzas de los niños que nos dieron la oportunidad de participar en sus fantasías macabras. Fueron ellos quienes llegaron siempre al borde del precipicio, pero nunca dieron un paso hacia delante, sino que abrieron su mundo fantástico a los psicólogos y a los otros niños presentes, para darnos la posibilidad de resistir a la pulsión letal a través de esa misma esperanza que, en algún momento, temimos perder. 

Hubo una vez un niño que estaba atrapado en una olla mientras sufría una cocción a fuego lento en un sustancioso caldo al que el autor de 9 años, agregaba papas, zanahorias y otras verduras nutritivas. Era un caldo que estaba destinado a alimentar a una  bruja  que recibía sus poderes malignos del sol.   Los ecos del cuento de Hansel y Gretel no tardaron en recordarme que se trataba de una historia fraterna, aunque en este cuento faltaba Gretel. Quizás faltaba porque en la historia de la vida real de este Hansel empecinado en auto-agredirse, su hermana melliza había fallecido durante el parto de ambos. El peso mortífero de la historia fue estampado a fuego en la imaginación de este niño, cuando su padre lo abandonó por considerar que había sido el responsable de que tuviera menor peso al nacer su hermana fallecida. Difícil imaginar un mayor ataque a una psiquis en desarrollo. Es comprensible que al comienzo del cuento, el niño hubiera intentado aterrorizar a sus compañeros disfrazado de “horrible víbora chupasangre”. Sin embargo, fue el despliegue de esta historia en el escenario lo que permitió comprender la dimensión del sufrimiento que puede llevar a un ser, que nace para la vida, a encaminar su crecimiento hacia la auto-destrucción, y, si fuera posible, hacia la destrucción del mundo entero. 

Debo confesar aquí, que en algún momento casi flaqueó mi confianza en la naturaleza humana. También admito que fue una niña de ese grupo quien me la devolvió, cuando se negó rotundamente a asustarse frente al despliegue físico y verbal intimidatorio de su compañero tan difícil de contener. En determinado momento, como si quisiera ignorar los gestos amenazadores del niño, ella saltó a su lado para unirse con evidente placer lúdico a la actividad no exenta de sadismo de agregar verduras al caldo. En un santiamén, esta recién nacida Gretel, se colocó en el lugar fraterno, para demostrarnos a todos, incluido el protagonista, que la maldad no forma parte de la naturaleza infantil, y que, por lo tanto, para ella se trataba sólo de un juego. De inmediato,  el tono verbal y muscular del niño cambió como tocado por la varita mágica de un vínculo positivo. La confianza de la niña hizo emerger su confianza en si mismo. También emergió una largamente anhelada frase que él pronunció con voz clara y segura: “¡hay que salvarlo!”, exclamó mientras lideraba a sus compañeros hacia una batalla campal contra una bruja hecha con almohadones, para liberar al niño de la olla. 

Es probable que los niños, que están en un estadio de vida más cercano al momento original, sean quienes recuerdan con mayor facilidad que llegamos al mundo bajo el imperio de la pulsión de vida y del principio del placer.  Ellos siempre tienen presente que nacimos siendo parte de un vínculo, y que si bien, esta necesidad nos vuelve vulnerables, ella constituye la única forma de salvación posible. Quizás por eso, la audaz Gretel acudió nuevamente al rescate de su hermano, y probablemente por eso, el niño desesperanzado haya podido bajar rápidamente los brazos frente a su invitación a ser juntos. Por estar tan cerca de esa sabiduría original, los niños son capaces de contagiar solamente vitalidad. Ellos parecen ser tan resistentes al virus Sars-cov2 como a la desesperanza en el encuentro humano. Por eso quizás el ataque no viral contra ellos sea hoy el más virulento. Porque son ellos quienes nos recuerdan con su sola presencia en el mundo que no hay aislamiento social posible, que es necesario defender el encuentro en todas las circunstancias, y que el secreto radica en no dejarnos atemorizar por quienes intentan desplegar una escenografía terrorífica.

A pesar de que retrospectivamente hoy puedo mirar las narrativas desesperanzadas de los niños con optimismo, en su momento muchas veces trastabillé frente a su contenido cargado de muerte.  Por momentos, hoy vuelvo a trastabillar frente a miradas tristes y ceños profundamente serios de quienes deberían vivir con despreocupación. Por momentos, me pregunto ¿dónde están aquellos ‘mocosos atrevidos’ que a fuerza de mocos y audacia robustecían su desarrollo físico y emocional?  Pero luego recuerdo a niños como Gretel, que modo audaz, a través de su salto anti-mortal, nos enseñan que no se han ido a ningún lado, que todos estamos a la espera de  quien se niegue a perder la confianza en el siempre posible retorno de la vitalidad ensombrecida. Aquellos niños heridos fueron capaces de mostrarnos que resistir a caer en la desconfianza en el género humano puede ser el secreto para recuperar el encuentro que nos permite vivir bajo el amparo del principio del placer y de una vitalidad no amenazada. 

Notas

1  Rocca, A. (2021). Los “argumentos” para vacunar niños entre 5 y 11 años Extramuros Revista 29.

2  Fuchs-Schündeln, N., Krueger, D., Ludwig, A. & Popova, I. (2020) The long-term effects of school closures. Artículo retirado de https://voxeu.org/article/long-term-effects-school-closures

3 Michel, M. (2021). Observo el desarrollo de un bebé: pensamientos para revalorizar la normalidad. Extramuros Revista 29

 Michel, M. & Musetti, D. (2021), El desarrollo del cerebro en primera infancia y el vínculo de apego. Publicación de Seminario Cenfores (en prensa)

5 Los conceptos mencionados de las teorías del desarrollo se basan en el Capítulo 1 del manual canadiense de Younger, A., Adler, S. A. & Vasta, R., (2012) Child Psychology: A Canadian Perspective, 3rd Edition. Wiley

6  Freud, S. (1920-22). Más allá del principio de placer. Psicología de las masas y análisis del yo y otras obras. Volumen 18  Amorrortu editores. 

Ver contenido original https://extramurosrevista.com/donde-estan-las-flores-donde-estan-los-ninos/

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